domingo, marzo 21, 2010

No quedan días de verano

Qué mejor momento que esta tarde lluviosa, primer día del otoño 2010, para desempolvar un poco el viejo blog con un par de ideas que me estuvieron dando vueltas todo el verano y tratan precisamente del mismo, de lo que significa, y de cómo lo vivimos.

Por supuesto, en lo primero que me puse a pensar es en música, en temas inspirados en la estación estival. Supongo habrá miles, o tal vez millones, pero en este momento solo recuerdo a “Los Perros Calientes” con “Bajo la rambla”, a “La Zimbawe” con “Verano del 57” y al dúo gallego Amaral”, con el tema que da nombre al post.


Sin ánimo de profundizar –tengo mis prejuicios hacia la música pop- podría decirce que estos últimos temas sintetizan en pocas líneas todas las historias de verano.

“No quedan días de verano para pedirte perdón… para borrar del pasado el daño que te hice… sin besos de despedida y sin palabras bonitas, porque te miro a los ojos y no me sale la voz”, le dice ella a él en la canción, pero tranquilamente podría haber sido al revés, no? El otro tema, el de Los Perros (el autor es otro, pero no me acuerdo quién), es una historia que termina “bien”, pero termina, por eso el bien entre comillas. Ella le hace una promesa que, como gran conocedor del acervo de “historias de verano”, sospecho no se cumplirá… “tu me besabas, y me decías, me jurabas que de mi siempre seri-i-as”. El tema de Zimbawe me da la razón: “Hoy solo me queda tu recuerdo y la emoción, de aquellos momentos cuando el sol brillo… pintare tu nombre, en mi corazón, y nunca podrán borrármelo…”.

(También recuerdo “Verano del 92”, la de “Los piojos”, ahí no encuentro mucho para analizar, solo habla de fasoooo!!!).


De la canción pasé a la literatura, y recordé el momento de “El Gran Gatsby” (novela de F.Scott Fitzgerald) donde el personaje, en un momento de plena felicidad, mirando el atardecer en la bahía de San Francisco, piensa “pronto llegará el otoño y todo habrá terminado”.


Pero lo que terminó de motivarme a escribir sobre el verano fue una especie de “predestinación literaria”, ocurrida justamente este verano: a principios de febrero, estando en Necochea, se me ocurrió comprar un policial negro para leer en la playa. “Estas solo cuando mueres” de James Hadley Chase (el escritor favorito del personaje de “El reposo del guerrero” de Christiane Rochefort) me pareció la elección ideal, pero pasó algo extraño: por alguna falla de imprenta, o alguna truchada del vendedor, tras una portada que prometía crímenes y misterio, se escondía una de estas memorables historias de amor.


Increíble, justo cae en mis manos un libro que habla de lo que estuve pensando todo el verano. Son dos jóvenes que se conocen en un centro turístico: ella de una familia aristocrática, él trabaja como mozo en el hotel para pagar sus estudios; en el medio, un viejo obsesionado por una cantante lírica teje a través del tiempo lazos invisibles entre los dos. Parecía que la historia terminaba con el verano, se despidieron diciendo cosas parecidas a las que dicen las canciones, y volvieron a sus lugares (ella al norte, el al sur), a retomar sus vidas. Él sigue visitando al viejo durante más de treinta años, quizás con la secreta ilusión de volverla a encontrar y, al parecer, ella también, pero el viejo nunca le habló a él de las visitas de ella, ni viceversa.


Amén de la historia, que puede parecer algo trillada, Terry Kay (en una posterior búsqueda en internet pude averiguar el nombre del autor y título de la obra: “Ombra Leggera” –por el aria de Meyerbeer que obsesionaba al el viejo- o “Shadow Song” en su versión original) hace muy bien esto de “darle vida” a sus personajes. Por ejemplo, parece que la chica en cuestión, Amy, era particularmente bella, y el personaje, Bob, tenía sus reticencias por la diferencia de estatus social existente entre ambos. Un amigo en común lo allentará con una frase increíble: burro campesino ignorante, la mujer más hermosa que verás en tu vida se arrastra como si tuviera plomo en el culo por culpa tuya, y tu sales con miss fealdad…”. Otro personaje, el señor Berguer, advierte sobre la tendencia de algunos viejos a “tirar de los hilos de las personas”, como si fueran marionetas.

Al parecer, eso es lo que estuvo haciendo Avrum Feldman con los personajes centrales de esta historia, parece haber estado organizando todo para que vuelvan a encontrarse, en su propio funeral. Y ha manejado bien los hilos, pero mejor no cuento más, sino pierde la gracia para quienes quieran leer el libro.


Obviamente, también el cine y la televisión se han ocupado de este tema.

Recuerdo especialmente la serie “Verano azul”, y un capítulo en que Los Simpson van de vacaciones a una casa que Flanders tiene en la costa (en este momento me estoy descargando el clásico cinematográfico “Verano del 42”)… también hubo una versión nacional, producida por Cris Morena, pero a esa mejor no recordarla…


Verano Azul relata las aventuras de una pandilla compuesta por cinco chicos y dos chicas de diferentes edades, entre los ocho y los diecisiete años, aproximadamente, y dos adultos cercanos: una pintora y un marino retirado, en una localidad de la Costa del Sol española.


Es interesante ver en todos estos relatos cómo los personajes pueden despegarse de lo que son en su vida habitual, es decir, cuando no están de vacaciones: sin nadie que nos conozca de antes, el único límite para mostrarnos distintos a nuestro yo habitual estaría en nosotros mismos. Así, Lisa Simpson consigue despegarse de su habitual imagen nerd y parecer “buena onda” a sus nuevos amigos de la playa… hasta que Bart arruina todo. Esto mismo se percibía en Verano Azul, son chicos de distintas edades, lugares y, probablemente, "niveles" sociales, que en ningún momento hacen referencia a “lo que eran antes”… pero bue, ya hablé en otro lado de “los viajes como sueños”.


Otra cosa interesante de ver es la forma difusa en que aparecen las figuras paternas (está bien, la figura de Homero como padre nunca fue muy definida que digamos, pero a los otros padres no los conozco). Los chicos vagan por la playa, se encuentran por la noche bajo el muelle, pasean en bicicleta por una ruta que serpentea entre acantilados, junto al mar (esta última imagen es de la presentación de la serie de TV Española), frecuentan a un viejo ermitaño que vive en un barco abandonado… en fin, cosas que no harían en su vida habitual; hasta los mismos Simpson parecen tener una vida mucho más estructurada cuando están en Springfield.


Este salirse de la rutina tiene que ver con lo que era vacacionar hasta no hace mucho: generalmente, ir de vacaciones, ir al mar, era visitar algún pueblo de pescadores, pintoresco y agreste, sin ninguna sofisticación. Así era el pueblo de Verano Azul y así parece ser el pueblo del mencionado capitulo de Los Simpson. Así es en las novelas de Moravia que transcurren en la Isla de Capri, y más o menos así es el recuerdo de los veranos de mi infancia en Necochea: cuando con un grupo de chicos y chicas, algunos más grandes y otros más chicos, algunos de la misma cuadra, y otros veraneantes como yo, cortábamos la calle 26, a la hora de la siesta, para armar partidos de paleta.


Bueno, esta es otra idea que me anduvo dando vueltas, el contraste entre mi idea (formada a base de recuerdos y de las obras mencionadas) y lo que en realidad son hoy las vacaciones: para empezar, las puertas de casa están cerradas, ya sea por la inseguridad o para que los pibes no se vayan a la calle (el tránsito ya no es el mismo en la 26); para seguir, ni en la playa se está tranquilo, ya que está repleta de boludos en cuatriciclo (a mi no me preocupa mucho que me pisen, pero el ruido me rompe soberanamente las bolas); y, para finalizar, todo –las comunicaciones, las aglomeraciones, etc.…- está dispuesto para que sigamos haciendo allá lo que hacemos todo el año acá. En fin, eso no son vacaciones para mi, por eso anduve mirando con cariño las costas del Quequén, que aún conservan aquella belleza agreste.

Con esto último me fui un poco del tema original, que son las historias de verano… pero no tanto: mi percepción es que las buenas historias ocurren solo en verano; pero en un verano donde uno pueda “reinventarse”, no en donde se repita la necedad habitual.


Otra cosa importante de mencionar es que las historias de verano son, en realidad, La Historia de algún verano: es decir, son cosas que pasan una vez, o a lo sumo un par de veces, para ser recordadas el resto de nuestras vidas. Momentos que conjugan como elementos sentimientos muy fuertes de grupalidad, estados personales particulares, y eventos de especial significación (como la primera experiencia sexual en “Verano del 42”, o la muerte de “Chanquete” en “Verano Azul”) hacen de aquel un verano a añorar.


Supongo que también pasarán cosas dignas de ser contadas en otras estaciones, pero seguramente se dan en menor medida. En todo caso, por algo los grandes romances, por más que sucedan durante un invierno y en Groenlandia, son catalogados como “tórridos”; es decir, por ahí el verano sea más un estado personal que la época de mayor cercanía con el sol.


En fin, “no quedan días de verano, el viento se los llevó, un cielo de nubes negras cubría el último adiós”.